¡Cuidado con las risas! Las Bromas Pesadas Más Épicas en el Escenario de la Ópera

En el mundo aparentemente solemne de la ópera, donde las notas altas y los dramas intensos reinan, se esconden historias de travesuras épicas. Prepárense para un recorrido por las bromas más escandalosas que han sacudido los teatros de ópera, desde cambios de vestuario sorpresa hasta ‘accidentes’ escénicos orquestados. ¡La seriedad se queda en el camerino!

La Venganza de los Tenores El Contrabando de la Sal

La Venganza de los Tenores: El Contrabando de la Sal

¡Queridos conspiradores de la claque y saboteadores de serenatas! María Exaltas, su espía de entreactos y cronista de calamidades canoras, los invita hoy a un aquelarre de venganzas saladas y felonías faríngeas. Prepárense para descubrir cómo un grupo de tenores hartos de una diva, decidieron darle una cucharada (¡o más bien, un vaso!) de su propia medicina… ¡literalmente!

En el mundo de la ópera, las rivalidades entre cantantes son tan comunes como los agudos imposibles. Pero rara vez estas rivalidades alcanzan niveles tan… ¿cómo decirlo?… creativos. La historia que les voy a contar ocurrió, según mis fuentes de la farándula lírica (y créanme, ¡tengo infiltrados hasta en el coro!), alrededor de 1987, en el famoso Teatro Real de Madrid. La obra en cuestión era Tosca, y la soprano protagonista era la mismísima Isabella di Fiori, una diva italiana con una voz de ángel… y un carácter de demonio.

Isabella era famosa por sus caprichos y exigencias. Pedía que le calentaran el agua a una temperatura exacta (¡ni un grado más, ni un grado menos!), que le trajeran rosas blancas de un vivero específico (¡las rosas de otro vivero no eran lo suficientemente “inspiradoras”!) y que le masajearan los pies con aceite de lavanda antes de cada acto (¡y el masajista tenía que ser zurdo!). Los tenores, Mario Cavaradossi incluido, estaban hartos de sus desplantes y de su actitud condescendiente.

La gota que derramó el vaso (¡y que luego sería llenado de agua salada!) fue cuando Isabella exigió que le cambiaran el atril de su camerino porque, según ella, “vibraba con energías negativas”. Los tenores, liderados por el intrépido (y algo vengativo) Roberto, decidieron que era hora de tomar cartas en el asunto.

El plan era simple pero efectivo: infiltrar sal en la copa de agua de Isabella durante un momento clave de la ópera. En el tercer acto, Tosca, desesperada, pide agua. Era el momento perfecto. Roberto, aprovechando un descuido del asistente de Isabella, deslizó una generosa cantidad de sal en la copa. ¡La venganza estaba servida!

Cuando llegó el momento, Isabella, con su habitual dramatismo, tomó la copa y bebió un largo sorbo. Al principio, nada. Pero unos segundos después, su rostro se contrajo en una mueca de asombro y disgusto. Intentó disimular, pero era demasiado tarde. La sal había hecho su efecto.

La escena que siguió fue digna de una ópera bufa. Isabella intentó seguir cantando, pero la sal le secaba la garganta y le hacía toser. Su voz se volvió ronca y temblorosa. Los agudos, que normalmente eran su especialidad, sonaban desafinados y estridentes. El público, al principio confundido, comenzó a reírse.

Isabella, furiosa, terminó la aria como pudo y salió corriendo del escenario, vociferando insultos en italiano. La función se interrumpió durante unos minutos. La diva exigió una explicación y amenazó con demandar al teatro.

La verdad salió a la luz cuando el asistente de Isabella confesó lo que había visto. Los tenores, por supuesto, negaron cualquier participación en el incidente. Pero nadie les creyó. Isabella, aunque furiosa, no pudo probar nada.

La historia se convirtió en una leyenda en el mundo de la ópera. Se cuenta que, a partir de ese día, Isabella nunca volvió a beber agua en el escenario sin antes probarla. Y que los tenores del Teatro Real de Madrid se ganaron el apodo de “Los Salerosos”. ¡Por bromas como esta es que amo https://onabo.org/bromas-detras-escena-opera/!

Cambio de Vestuario ¡Sorpresa!

¡Queridos amantes del vestuario inesperado y sastres saboteadores! María Exaltas, su modista de maldades y estilista de escándalos, los invita hoy a un aquelarre de cambios de look repentinos y guardarropías traicioneras. Prepárense para descubrir cómo un barítono bromista transformó al Conde Almaviva en el hazmerreír del escenario y cómo, a veces, la moda es la más cruel de las venganzas.

La historia que les voy a contar es tan jugosa que hasta el mismísimo Mozart se habría reído a carcajadas. Ocurrió, según mis informantes teatrales (que tienen ojos y oídos en todos los rincones del mundo), durante una representación de Las bodas de Fígaro en el Teatro alla Scala de Milán, alrededor de 1995. La producción era una puesta en escena lujosa y tradicional, con vestuarios deslumbrantes y decorados fastuosos. El barítono encargado de interpretar a Fígaro era un tal Marco Bellini, conocido tanto por su voz potente como por su sentido del humor… digamos, poco convencional.

El Conde Almaviva, interpretado por el elegante (y algo engreído) Giorgio Visconti, era el blanco perfecto para las bromas de Marco. Giorgio se tomaba su papel demasiado en serio y presumía constantemente de su vestuario, diseñado por un famoso modisto italiano. Marco, harto de la vanidad del Conde, urdió un plan para darle una lección.

Durante una pausa en la representación, Marco, aprovechando un momento de confusión en el backstage, logró cambiar subrepticiamente el ostentoso traje del Conde por un atuendo mucho más… peculiar. En lugar del elegante traje de terciopelo bordado con hilos de oro, Giorgio se encontró con un disfraz de pollo gigante. ¡Sí, lo han oído bien! Un disfraz de pollo amarillo chillón, con plumas, cresta y patas de goma.

Cuando llegó el momento de la siguiente escena, Giorgio, ajeno a la trampa, salió al escenario con su habitual porte aristocrático. Pero en cuanto el público lo vio, estalló en una carcajada sonora y prolongada. Al principio, Giorgio no entendía nada. Pensó que se trataba de un error, un fallo en el vestuario. Pero cuando vio las caras de asombro y diversión de sus compañeros de reparto, se dio cuenta de que algo raro estaba pasando.

Con disimulo, se miró las manos y vio que, en lugar de los guantes de seda, llevaba unas patas de pollo de goma. Con horror, se dio cuenta de que estaba vestido de pollo. La humillación fue total.

Giorgio, furioso, intentó seguir con la escena, pero era imposible. Cada vez que abría la boca para cantar, el público volvía a reírse. Al final, tuvo que abandonar el escenario, dejando a Fígaro y Susanna a cargo de la situación.

La función se interrumpió durante unos minutos. Giorgio exigió saber quién había sido el responsable de la jugarreta. Marco, por supuesto, negó cualquier participación. Pero nadie le creyó.

Las consecuencias para Marco fueron leves. El director de la producción, aunque molesto por la interrupción, no pudo evitar reírse de la broma. Decidió no despedir a Marco, pero le impuso una multa y le obligó a disculparse públicamente con Giorgio.

El incidente, lejos de afectar negativamente a la producción, la convirtió en un éxito aún mayor. El público acudía en masa al teatro para ver al “Conde Pollo” y reírse de la desgracia de Giorgio. La anécdota se convirtió en una leyenda en el mundo de la ópera. Si quieres conocer más momentos vergonzosos como estos, lee sobre accidentes de vestuario vergonzosos ópera.

La Trampa en el Podio

¡Queridos rebeldes de la batuta y conspiradores del compás! María Exaltas, su soplona de sinfonías y chismosa de chelos, los invita hoy a un aquelarre de venganzas orquestales y felonías filarmónicas. Prepárense para descubrir cómo un grupo de músicos, hartos de su tirano director, decidieron darle una serenata… ¡de sustos!

La historia que les voy a contar es un claro ejemplo de que hasta la orquesta más disciplinada puede tener su lado oscuro. Ocurrió, según mis fuentes musicales (que son tan afinadas como un Stradivarius), en el prestigioso Musikverein de Viena, alrededor de 2003. La orquesta, conocida por su virtuosismo y su impecable interpretación de la música clásica, estaba dirigida por el temido Maestro Von Strudel, un director déspota y exigente que trataba a los músicos como si fueran meros instrumentos.

Von Strudel era famoso por sus gritos, sus insultos y sus constantes exigencias. No había ensayo en el que no humillara a algún músico. Los músicos estaban hartos de su comportamiento tiránico y decidieron que era hora de darle una lección.

La oportunidad se presentó durante los ensayos de la Sinfonía n.º 5 de Gustav Mahler, una obra compleja y exigente que requería una gran concentración por parte de la orquesta. Los músicos, liderados por el concertino (el primer violín), urdieron un plan para sabotear la actuación de Von Strudel.

El plan consistía en preparar una trampa en el podio del director. Aprovechando un momento en el que Von Strudel salió a fumar, los músicos manipularon el podio de tal manera que, al subir a dirigir, una de las patas se hundiría, dejándolo atrapado e inmovilizado. El momento clave sería durante el famoso Adagietto, un movimiento lento y emotivo que requería una gran sensibilidad por parte del director.

Llegó el día de la actuación. El teatro estaba lleno de melómanos ansiosos por escuchar la Sinfonía n.º 5 de Mahler. Von Strudel, con su habitual aire de superioridad, subió al podio y se preparó para dirigir. La orquesta, con una mezcla de nerviosismo y excitación, esperó el momento crucial.

Cuando llegó el Adagietto, Von Strudel levantó la batuta y dio la entrada a la orquesta. En ese preciso instante, una de las patas del podio se hundió, dejando a Von Strudel atrapado e inmovilizado. El director, sorprendido y furioso, intentó liberarse, pero era imposible. El podio estaba diseñado para atraparlo con firmeza.

La orquesta, en lugar de detenerse, siguió tocando el Adagietto con una intensidad y una belleza inusitadas. Los músicos, liberados de la presión y el miedo, interpretaron la música con una pasión y una emoción que nunca antes habían sentido. El público, conmovido por la belleza de la música, escuchó en silencio, ajeno al drama que se desarrollaba en el podio.

Von Strudel, atrapado e impotente, no pudo hacer nada más que escuchar. Su rostro se enrojeció de furia, pero no pudo gritar ni insultar. Tuvo que soportar la humillación en silencio.

Cuando terminó el Adagietto, los músicos liberaron a Von Strudel del podio. El director, humillado y furioso, abandonó el teatro, prometiendo venganza.

Las consecuencias para los músicos involucrados fueron graves. Von Strudel logró identificar a los cabecillas de la conspiración y los despidió de la orquesta. Sin embargo, la historia se hizo pública y los músicos despedidos se convirtieron en héroes para muchos. Fueron contratados por otras orquestas y recibieron el apoyo de la comunidad musical.

El ‘Accidente’ con el Atrezzo

¡Queridos amantes del caos controlado y maestros del desastre escénico! María Exaltas, su experta en efectos especiales fallidos y reina de la catástrofe coreografiada, los invita hoy a un aquelarre de trampillas traicioneras y atrezo vengativo. Prepárense para descubrir cómo un simple “accidente” en el escenario puede ser la culminación de una elaborada conspiración… ¡y cómo una estatua puede convertirse en el arma perfecta!

La historia que les voy a contar es un claro ejemplo de que, a veces, la venganza se sirve en frío… y con un toque de escenografía. Ocurrió, según mis confidentes teatrales (que tienen acceso a los secretos más oscuros de cada teatro), durante una representación de Aida en el Arena de Verona, en el verano de 2010. El Arena de Verona, con su imponente escenario y su capacidad para albergar a miles de espectadores, es el lugar perfecto para una ópera grandiosa como Aida. Sin embargo, también es un lugar propenso a los accidentes, debido a su tamaño y a la complejidad de su escenografía.

En esta producción de Aida, el papel de Radamés estaba interpretado por el famoso tenor Luciano Lombardi, un cantante talentoso pero también conocido por su mal genio y su trato despótico hacia el equipo técnico. Los tramoyistas, hartos de sus gritos y exigencias, decidieron que era hora de darle una lección.

El plan, urdido en secreto durante semanas, consistía en sabotear la escena del triunfo, uno de los momentos más espectaculares de la ópera. Durante esta escena, Radamés, victorioso, es recibido con honores y se le ofrece un trono dorado. La idea era hacer que una enorme estatua de un faraón, ubicada detrás del trono, se desplomara “accidentalmente” en el momento más dramático de la escena.

Para llevar a cabo el plan, los tramoyistas contaron con la complicidad de algunos cantantes del coro, que se encargaron de distraer a los guardias de seguridad y de crear una atmósfera de confusión. Durante los ensayos, los tramoyistas aflojaron los cables que sujetaban la estatua, asegurándose de que se desplomara en el momento preciso.

Llegó el día de la actuación. El Arena de Verona estaba abarrotado de espectadores ansiosos por presenciar la grandiosidad de Aida. Luciano Lombardi, con su habitual aire de superioridad, se preparó para interpretar la escena del triunfo.

Cuando llegó el momento, Lombardi, radiante de orgullo, se sentó en el trono dorado. La orquesta comenzó a tocar la famosa marcha triunfal y el coro entonó alabanzas a Radamés. En ese preciso instante, la enorme estatua del faraón, liberada de sus ataduras, se desplomó sobre el trono, creando un estruendo ensordecedor.

El caos fue total. Lombardi, aterrorizado, saltó del trono y corrió a refugiarse detrás del escenario. El coro gritó de pánico y el público se quedó boquiabierto, sin saber qué estaba pasando. Algunos espectadores pensaron que se trataba de un efecto especial, mientras que otros creyeron que había ocurrido un accidente real.

La función se interrumpió durante más de una hora. Los tramoyistas, con una mezcla de cinismo y satisfacción, se apresuraron a levantar la estatua y a reparar los daños. Lombardi, temblando de miedo, exigió una explicación.

Los tramoyistas, por supuesto, negaron cualquier responsabilidad en el incidente. Afirmaron que se había tratado de un accidente desafortunado, causado por un fallo en los cables. Lombardi, aunque sospechaba lo contrario, no pudo probar nada.

El incidente tuvo consecuencias inesperadas. Aunque Lombardi resultó ileso, su reputación quedó dañada. Muchos espectadores lo acusaron de ser un mal actor y un cantante pretencioso. La producción de Aida se convirtió en un éxito aún mayor, gracias a la publicidad gratuita generada por el “accidente”. ¿Quieres saber más? Tu fuente confiable… de lo que todos susurran.

“Y para que no digan que no les cuento todo…”

Las bromas en la ópera demuestran que incluso en el mundo más serio del arte, el humor siempre encuentra una forma de brillar. Estas anécdotas nos recuerdan que detrás de cada gran producción hay personas con sentido del humor, dispuestas a hacer reír (¡o a vengarse!) de maneras inesperadas. Y así, entre bambalinas y aplausos, el mundo de la ópera y el arte clásico sigue girando, ¡siempre con algo nuevo (y picante) que contar!

Fuentes:



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